Recorrido por una vida cualquiera

Esta es la historia de una vida, como cualquier otra y, como cualquier otra, tiene su origen en la época más feliz, menos valorada y más corta de nuestra existencia: la niñez.

Cuando eres niño ves todo sin filtros, sin capas que atravesar ni muros que has de romper. Todo te llega de una manera natural y a color. Sin embargo, no es todo lo valorado que se debiera, y tiene un motivo: no sabes que es perecedero. Si fuéramos conscientes de este hecho quizá todo cambiaría. O quizá no.

Caminas sin miedo, corres sin freno, amas sin prejuicios. Sin lugar a dudas, es la época de la vida en la que eres capaz de rozar la felicidad con la yema de los dedos. Hablo de la verdadera felicidad, no de esa efímera que nos aportan otras etapas de nuestra vida en las que pensamos que necesitamos que alguien más nos complete. Cuando eres niño, nada tiene un sentido y, a la vez, todo lo tiene. Ahí radica su magia.

Sin embargo, como ya he adelantado, esta etapa es frugal, dando paso a otra más caótica: la adolescencia. La etapa en la que nos creemos invencibles, de una raza superior. La etapa en la que nos creemos con derecho a mirar por encima del hombro, y de la cual muchos no logran salir en toda su vida. Esta es, sin duda, una de las etapas más importantes, ya que será en la que se conforme y se desarrolle parte de nuestra personalidad, de nuestro carácter. Las tardes de risas con los amigos, las noches de bailes, las primeras miradas de amor, los susurros al oído, el primer gran e inolvidable amor… Es curioso, porque cuando eres adolescente, piensas que cualquier ínfimo problema, es un mundo en tu vida, un mundo que ya nunca podrás reparar. Es la etapa de las incomprensiones, de los llantos, de las rabietas, y ¿sabéis una cosa? Es una etapa imprescindible. Aunque cuando somos padres tememos su llegada, es importante que fluya con naturalidad, ya que es la única manera de valorar y aprender una vez pasan los años y echas la vista atrás. Es la etapa en la que sufres tu primer gran golpe y, es entonces, cuando llega el arrepentimiento. La madurez se acerca, y con ella las responsabilidades, las tareas, la parte más cruenta de la vida.

Sabemos que la juventud pasará, pero pensamos que lo hará a cámara lenta y, cuando llega la hora, nos damos cuenta de que apenas ha sido un suspiro. Un suspiro más o menos bonito, dependiendo de las experiencias con las que nos quedemos, pero un suspiro al fin y al cabo. Creo que ese el motivo de que vivamos todo con esa intensidad, sobre todo el amor o, más bien, el desamor. Es una etapa en la que, de manera inconsciente, empezamos a vislumbrar el arduo camino que nos espera y, por ello, buscamos ayuda, un apoyo emocional, una pareja que nos complete. Error. Tú eres la única persona de tu vida y la más importante. El resto están ahí para ayudarte y complementarte, pero nunca para completarte. Recuérdalo: tú ya eres una persona completa. No obstante, esta etapa y sus vaivenes también son necesarios, ya que son esos batacazos los que endurecerán nuestro espíritu y nos curtirán para las batallas futuras que, tened por seguro, vendrán.

Caemos y nos levantamos, una y otra vez. En eso consiste la edad adulta. Caminamos sobre el hielo, intentando patinar, pero para aprender a hacerlo, primero hay que caer. Sufrimos más que gozamos, lloramos más que reímos, pensamos más que vivimos. Ahí está el fallo, pero, aun siendo conscientes de ello, no somos capaces de bajarnos de la espiral de la vida. Nos enfrentamos al dolor más profundo e, incluso, a la muerte, a la que ya consideramos como nuestro mayor enemigo, uno cercano, cuando en realidad, la muerte solo es una etapa más del camino, la última. Nuestro verdadero enemigo es el incontrolable paso del tiempo.

Pero, no temáis, porque cuando llegue el momento, tras nuestros años de experiencia y sabiduría, nos iremos del mismo modo en el que llegamos: con nuestro espíritu, la única diferencia son las vivencias que elegimos llevar con nosotros.

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